La muerte de Francisco de Médicis cambió la vida de María, porque el nuevo duque tenía un carácter muy diferente. De un natural jovial y agradable, amó a su sobrina como si se tratara de su propia hija. Contrajo matrimonio con Cristina de Lorena, una unión negociada por la abuela de la novia, Catalina de Médicis, ya en el final de sus días. Cristina era aproximadamente de la edad de María, y con su llegada el palacio recuperaba los aires de fiesta y alegría perdidos.
Junto a María y Antonio de Médicis se educaba Virginio Orsini, hijo del duque de Bracciano. María, puesto que detestaba a su madrastra, extendía a Antonio el odio que le profesaba, pero apreciaba mucho a Virginio. Entre ambos se estableció una camaradería de la que acabaría brotando un sentimiento más tierno.
Aunque el duque había dispuesto que su hija recibiera la instrucción más esmerada, no se le enseñó la lengua francesa; en cambio, recibió amplios conocimientos en cuestión de arte, al que su padre era muy aficionado. Disfrutaba con las matemáticas y, debido al gusto heredado de su padre, se aplicó con pasión al estudio de la pintura, la arquitectura, la música y la escultura, así como a las piedras preciosas. Su habilidad para distinguir las verdaderas de las falsas era notable, pero esta pasión por las joyas iba a llevarla a numerosos dispendios a lo largo de su vida. El teatro, muy de moda en la corte durante los tiempos de su tío Fernando, era también objeto de sus preferencias.
Fernando I de Médicis
Amable y sonriente, no era bonita en realidad. Había heredado el mentón de su madre Habsburgo, y también sus limitaciones intelectuales, que junto al carácter tenaz de su padre formaba una mezcla que la hacía muy testaruda. Pero con todos sus defectos constituía un buen partido, digno de un rey. Su tío estaba decidido a entregarla en las condiciones más ventajosas, y para ello lo primero era poner un poco de orden en casa y establecer los límites a la relación con Virginio. Cristina prohibió al joven que dirigiera la palabra a María, a la que hacía vigilar. Mientras tanto daban comienzo largas y diversas negociaciones destinadas a encontrarle un esposo.
Fernando soñaba con unirla al hijo del duque de Ferrara, y el inicio de las conversaciones alertó a Europa. El rey de España estaba atento: no quería que los tesoros que acumulaba Florencia fueran a parar, por una alianza peligrosa, a sostener empresas de sus adversarios políticos. Los españoles propusieron a su candidato: el príncipe de Parma; pero este, que tenía puestas sus miras en otra parte, declinó el ofrecimiento. Un segundo surgió entonces: el duque de Braganza, pero esta vez fue Fernando quien lo rechazó.
Cristina, por su parte, pensaba en un candidato de su familia, la Casa de Lorena. Su sorpresa fue grande cuando topó con el frontal rechazo de María. Se culpó por ello a Leonora, a la que se acusó de haberla aconsejado mal. Hubo una escena complicada durante el transcurso de la cual el destino de Leonora pendió de un hilo, aunque al final se libró de ser alejada de la corte.
Cristina de Lorena
Fernando concibió entonces un proyecto auténticamente brillante: prometería a su sobrina con el archiduque heredero del emperador. El duque hizo lo imposible por lograr sus fines, pero sin éxito.
Mientras tanto volvía a aparecer en escena el rey de España proponiendo nuevamente a Braganza. Sin embargo, este no era un príncipe reinante, y el gran duque declaró que no aceptaría menos de eso para su sobrina. Para entonces el emperador parecía cambiar de idea y solicitaba la mano de María, bien para sí o para el archiduque heredero. A tal fin enviaba a Florencia a Corradino para entablar negociaciones. Se acordó el contrato, pero no la fecha del matrimonio. Fernando comprendió pronto que todo era una maniobra de Alemania para impedir que la joven fuera entregada a un adversario político, y que pasado el peligro se rompería el compromiso.
A María tampoco le gustaba ese matrimonio. Ella tenía su propia idea. Una religiosa, célebre en aquel momento en Italia por su santidad, le predijo que un día sería reina de Francia. Esta predicción impresionó la mente de Leonora, ambiciosa e inteligente por las dos, y a partir de ese momento no paró hasta convencer a su señora de que no debía aceptar otra cosa que no fuera esa corona.
Leonora Galigai
Las relaciones entre Francia y Toscana eran muy estrechas en ese momento. Los reyes habían adquirido la costumbre de dirigirse a los banqueros florentinos en busca de dinero, y estos lo entregaban con largueza por interés político. Reinaba ahora Enrique IV, el primer Borbón, cuyo ascenso al trono se había producido con tantas dificultades que el Tesoro estaba exhausto. Era preciso recurrir una vez más al de Florencia.
Enrique estaba casado entonces con Margarita de Valois, pero el cardenal de Gondi aventuró la propuesta de obtener la anulación y quedar así en libertad para desposar a María. Ese primer matrimonio del rey, en efecto, acabaría siendo anulado, pero para entonces el corazón de Enrique, tan fácilmente inflamable, pertenecía enteramente a su amante, Gabriela d’Estrées, y se mostraba decidido a casarse con ella mientras públicamente fingía continuar adelante con la alianza florentina. Todos sus súbditos, y también el Papa, deseaban que volviera a casarse, pero no con su amante. Gabriela, por su parte, se mostraba tan convencida de que el rey cumpliría la palabra que le había dado, que un día llegó a decir:
—Solo Dios o la muerte del rey podrían acabar con mi buena suerte.
No tuvo en cuenta otro factor muy importante: su propia muerte. Gabriela murió muy oportunamente cuando faltaban solo unos días para su boda, en abril de 1599, en circunstancias que nunca han sido suficientemente aclaradas. Muchos son los que se muestran convencidos de que fue envenenada, mientras que otros proponen una eclampsia como causa de la muerte.
Gabriela d'Estrées
Enrique le dio el funeral de una reina e hizo transportar el féretro entre una procesión de príncipes y altos personajes hasta la iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois, donde se ofició la misa de réquiem.
Las deudas de Francia eran tan enormes que Enrique no tenía otro modo de hacerles frente que aceptar finalmente su matrimonio con la sobrina del gran duque a cambio de una suma fabulosa. Eso era lo único que interesaba. Sobre la novia, apenas nada se preguntó; lo importante era que gozaba de buena salud y parecía perfectamente capacitada para traer varones robustos al mundo. María había esperado largo tiempo hasta ver cumplidas sus aspiraciones. Al fin había logrado su objetivo, pero no hallaría en él la felicidad.