Fernando, nacido el 14 de octubre de 1784, fue el noveno de
los catorce hijos del rey Carlos IV. A pesar de ello, acabaría heredando la
corona al no superar la infancia sus hermanos mayores.
Aunque pueda parecer lo contrario, Fernando VII había
recibido una educación esmerada en comparación con la de sus padres. Tuvo
preceptores cultos que lograron inculcarle amor por las artes: primero fue
Scio, religioso de la Orden
de San José de Calasanz; después el obispo de Orihuela y, cuando el príncipe
tenía once años, el canónigo Juan Escoiquiz, hombre intrigante y ambicioso que
fue seguramente quien más influyó en su carácter.
Durante su infancia su rutina diaria transcurría de un modo
asfixiante que resulta poco adecuado para un niño. Todo estaba tan severamente
controlado y el horario era tan rígido que por fuerza debía de imperar una
tristeza abrumadora entre tanta monotonía. Según Michael J. Quinn, “Al plantear
el curso de educación del príncipe de Asturias, Godoy adoptó principios
semejantes a los que habían seguido en otros países Mortimer, Richelieu y Bute.
Su interés exigía que el heredero de la corona no saliese de la dependencia, de
la sumisión y si posible era, de la nulidad: porque su permanencia en el poder
era incompatible con las ideas que el príncipe debía naturalmente adquirir; así
que no olvidó ninguno de los medios propios para llegar al fin que se proponía.
Los preceptores de Fernando veíanse obligados a seguir la línea de conducta que
les había trazado el príncipe de la
Paz , y había formado su corte con los hombres más ignorantes
que no tenían otro destino que perpetuar su infancia y alejarle de los negocios
públicos del reino”.
Cuando tenía once años, su jornada, recogida por Voltes, se
desarrollaba del modo siguiente:
Se levantaba a las seis de la mañana desde septiembre hasta
abril, mientras que durante los restantes meses del año se despertaba a las
cinco. Una vez vestido, se reunía con su preceptor y ambos rezaban un tedéum,
“dando gracias a Dios por haberle sacado de las tinieblas de la noche y
suplicándole le preserve de ofenderle en el día”. El preceptor podía entonces
proponerle algún asunto a meditar, tras lo cual lo instruía “en algún punto de
gobierno y política cristiana”.
De siete a ocho tenía clase de latín. Cuando esta terminaba,
el príncipe desayunaba, y después el maestro le explicaba una nueva lección y
hacían un repaso de lo anterior hasta las 9. Finalizado el repaso, se peinaba y
acudía a misa, y luego asistía a una clase de historia.
De diez y cuarto a once menos cuarto recibía su lección de
baile. A las once menos cuarto “pasará su alteza al cuarto de sus majestades a
darles cuenta de su salud y aprovechamiento, y saber cómo han pasado la noche,
manifestando a sus augustos padres el afecto y cariño que les profesa y los
deseos de complacerles y servirles”. Concluida la visita, regresa a su
habitación, donde aguarda el maestro de historia. Con él permanecía el príncipe
hasta las doce y cuarto, hora de comer.
Después de comer disponía de algún tiempo libre para
divertirse “en lo que guste o hará la siesta hasta las dos”. Tras los cortos
momentos de asueto venía una hora de estudio del latín, pues debía aprender la
lección que le habían señalado por la mañana.
La cena era a las nueve. Cuando terminaba de cenar disponía
de unos pocos minutos para entretenerse hasta que se fuera a acostar, que era a
las diez.
No sirvió toda esta disciplina para convertirlo en un
intelectual. No se rodeaba de ellos, sino que prefería la compañía de gente con
menos formación que él, tal vez porque se le había acostumbrado a ello desde la
más tierna edad. Sus aficiones más conocidas tampoco eran de carácter
intelectual: le gustaban los toros y el billar, y se divertía con las mismas
cosas con las que disfrutaba el pueblo. Sin embargo, y aunque sea uno de sus
rasgos menos divulgados, Fernando VII sí que fue aficionado a la lectura, y, de
hecho, reunió una importante biblioteca personal. Además era melómano y amante
de la pintura; tocaba la guitarra, dibujaba bastante bien y se atrevía a
traducir alguna obra del francés, además de ser mecenas de grandes artistas,
como Goya o Madrazo. Todo ello sin olvidar que es a él y a su esposa Isabel de
Braganza a quien se debe el museo del Prado. Tampoco la ciencia escapaba por
completo a su curiosidad, puesto que algunas veces se entretuvo haciendo
experimentos de física y química, creó el museo de ciencias naturales,
patrocinó el jardín botánico y ordenó restaurar el observatorio astronómico,
que había resultado gravemente dañado durante la guerra contra Napoleón.
Tampoco sirvió la educación religiosa recibida para
convertirlo en un hombre devoto. Sin duda abrumado aún por el pesado recuerdo
de aquellos años de infancia y por la excesiva devoción de su tercera esposa,
cuando se le buscaba una cuarta reina y se le propuso como candidata a otra
princesa de la Casa
de Sajonia, exclamó (y disculpen el exabrupto):
-¡No más rosarios ni versitos, coño!