Marie-Jeanne Roger, a quien llamaban la Venus, o la Grande Jeanneton, era una bonita joven, vendedora generalmente de frutas, a veces de flores y siempre de favores. Era, además, una ladrona experta, y tal vez la mujer que más amó a Cartouche, aunque no su única conquista. El bandido también había logrado el amor de Marie-Antoinette Neron, con la que alguno de los biógrafos afirma que contrajo un “matrimonio casi legítimo” celebrado con una orgía en la taberna de El Pequeño Sello. Otra de las amantes de Cartouche fue Marion Le Roy, que vendía hierbas en las calles, y una cuarta fue la dueña de una taberna cerca del Temple. Pero, aparte de sus cuatro amantes titulares, fueron innumerables las mujeres que pasaron por la cama de Cartouche. Entre ellas había algunas colocadas como sirvientas en casas importantes y preparaban el terreno a la banda.
El bandolero se sentía tan poderoso que no temía a nada ni a nadie, y para demostrarlo, uno de los primeros caballeros asaltados fue el príncipe de Soubise. La osadía hizo que el hermano de Cartouche perpetrara el robo en el mismísimo Palace Royal, en una pieza contigua a la Cámara de Regentes. Louison, mezclado entre la masa de cortesanos, se apoderó hábilmente de la espada del príncipe y de su manguito.
En septiembre de 1720 Cartouche, al frente de un escogido puñado de los suyos, irrumpe en la casa del embajador español y consigue un buen botín. Pero los robos que debieron de causarle mayor satisfacción fueron aquellos que tuvieron por víctima nada menos que al Regente, Felipe de Orleáns.
Uno de los hombres de Cartouche era guardia de palacio, y una noche tuvo por misión acompañar al duque de Orleáns hasta su carroza. Después de eso el hombre se marchó con los dos candelabros de plata dorada que había utilizado para iluminar el camino del Regente. Más adelante desapareció también la vajilla de plata del duque. Y después le robaron la empuñadura de la espada, que era de plata incrustada de nácar. Felipe la sustituye por otra de acero cincelado, pero vuelven a robársela a la salida de la Opera. Cuando Cartouche comprueba que esta vez era tan solo acero, tiene la desfachatez de devolvérsela a su dueño junto con una nota ciertamente insolente: en ella reprochaba “al mayor ladrón de Francia” haberles quitado el pan de la boca a sus colegas menos favorecidos al usar una empuñadura de pacotilla y sin ningún valor. Todo París aullaba de risa cuando se conoció la noticia.
Mientras tanto Cartouche continuó haciendo de las suyas. Uno de los episodios más famosos fue aquel que se refiere a la noche en que irrumpió en la casa de la mariscala de Boufflers. La señora, viuda de un par de Francia, estaba haciendo su toilette nocturna. Era una calurosa noche de verano, por lo que la ventana de su alcoba estaba abierta. Louis-Dominique apareció ante ella, tan elegantemente vestido que más parecía un caballero que un salteador de caminos. Todo ello desconcierta a la mariscala, más sorprendida que asustada. Él saluda con una profunda reverencia y se presenta, lo cual es suficiente para que la mujer comprenda la conveniencia de pedir auxilio. Pero Cartouche le aconseja que no lo haga: la casa está rodeada por sus hombres, y él, aunque con gran pesar, se vería obligado a hacerla callar. Además le explica que no hay ninguna necesidad de dar un escándalo, puesto que no tiene intención de hacerle ningún daño a ella ni a su caja fuerte. La cuestión es que le persiguen y están a punto de prenderle; lo único que necesita es un refugio hasta que pase el peligro. A continuación abre su chaqueta y muestra seis pistolones ingleses que, según afirma, hubiese deplorado tener que emplear.
Cartouche expone su plan a la mariscala: él se esconde tras unas cortinas mientras la mariscala pide a sus servidores que traigan una cena abundante. Luego deberá deshacerse de ellos durante el resto de la noche. Después de comer algo, el bandido decide dormir en la cama de la doncella.
La tal doncella, de nombre Justine, era la amante de uno de sus hombres. Esa noche, invitada por la señora a disponer de su tiempo a su antojo, se apresura a abandonar la casa para acudir a su encuentro. Cartouche, mientras tanto, cena y cumplimenta a la señora por la buena comida de su casa, pero expresa sus reservas con respecto al champán.
Después de cenar, Louis se acostó en la cama vacía de la doncella. Y sí, lo hizo solo: es preciso tener en cuenta que la mariscala rebasaba entonces los sesenta años.
Cartouche se marchó al amanecer. Horas más tarde llamaban a la puerta de Madame de Boufflers: eran dos hombres que venían a dejar cien botellas de champán.
Su gratitud hacia la dama que le había dado refugio sería eterna. Una noche la carroza de la mariscala fue detenida en la rue de Cherche-Midi. Cartouche estaba presente y reconoció a la víctima, y entonces corrió hacia ella.
—Dejad pasar, hoy y siempre, a Madame de Boufflers —ordenó.
Y luego se acercó a la portezuela y colocó en su dedo un anillo de diamantes robado días antes.
Ella tampoco olvidaría al galante bandido. Cuando más tarde fuera arrestado, la dama lo visitaría en su celda y le daría dinero para aliviar su situación.
Entre esos gestos que le hicieron tan popular, se cuenta también el que tuvo aquella noche de 1719 en que, al acecho de alguna víctima en el Pont-Neuf, ve a un hombre que quiere tirarse al río y actúa con rapidez para agarrarlo antes de que pueda consumar su propósito. El desdichado era un ropavejero comido por las deudas. Sus acreedores le reclamaban 25.000 libras, y no tenía manera de hacer frente al pago.
—Yo me encargo de librarle de toda esa gente —se ofrece Cartouche—. Tome estas tres mil y convoque mañana por la noche a todos sus acreedores. Yo estaré allí con el dinero necesario.
Louis acompaña al hombre hasta su domicilio para asegurarse de que llegará sano y salvo, y al día siguiente se presentaban los acreedores. El bandido les paga íntegramente hasta el último céntimo haciéndose pasar por el delegado de una asociación anónima de beneficencia. Pero cuando ya han cobrado la deuda y se marchan en su compañía, apenas llegados al final de la calle los hombres de Cartouche los emboscan y vuelven a llevarse el dinero. Louis hace la comedia y finge lamentarse más que ninguno, pero en su interior brincaba de gozo: recuperaba hasta la última moneda y además ya no podrían reclamarle nada a aquel pobre diablo.
Cartouche fue arrestado en alguna ocasión. Una vez era ya tan famoso que el guardia supo de inmediato quién era su prisionero.
—Le reconozco. Usted es Cartouche.
—¿Está seguro?
—Absolutamente.
—¿Tanto le interesa a usted que yo sea ese?
—Sí, hasta 24 libras, que es el precio prometido a quien le entregue.
Louis le entregó una cartera diciendo:
—Ahí van doscientas. Y tome usted estas dos tabaqueras.
Cartouche se presentó ante el juez con una identidad ficticia sin ser delatado y viendo corroborada su suave versión acerca del altercado que había organizado en una taberna. Al final quedó en libertad con solo una amonestación.
En otra ocasión fue atrapado con las manos en la masa y conducido a la prisión de Fort-L’Evêque. Iban a colgarlo, pero logró evadirse de su celda.
Hubo una nueva orden judicial contra el fugitivo. Se colocaron grandes anuncios y un pregonero iba haciendo sonar su trompeta entre redobles de tambores para publicar el bando. El 28 de marzo de 1721, el pregonero, en compañía de unos 80 arqueros de a caballo y a pie, había llegado a una plaza y lanzó la fórmula tradicional:
—En nombre de Su Majestad el rey y de todos nuestros señores del Parlamento, se ordena al llamado Louis-Dominique Cartouche…
Pero una voz que surgió de entre la multitud le impidió continuar.
—¿Cartouche? Aquí estoy. ¿Quién pregunta por mí?
Inmediatamente se produce una desbandada general. Cartouche y una veintena de sus hombres se quedan solos riendo de buena gana.
Continuará