Los romanos se surtían de servidores entre los cautivos apresados en el campo de batalla o en las ciudades conquistadas, entre los hijos de esclavos o los niños abandonados que los mercaderes instruían para después venderlos. Otras veces compraban esclavos importados de otros países. Finalmente estaba el caso de los hombres que se veían reducidos a la esclavitud a consecuencia de las deudas contraídas.
Los tratantes de esclavos (mangones o mercatores venalicii) siempre seguían a los ejércitos o compraban su mercancía humana en los principales mercados de Roma y de Delos. Los esclavos ordinarios se vendían sobre una tarima giratoria (catasta). Una tabla (titulus) atada al cuello del cautivo a modo de cartel indicaba su procedencia, edad, habilidades y cualquier defecto corporal o intelectual, así como la certificación de que estaban libres de cualquier delito. Los mejores se guardaban en habitaciones separadas en las tabernas, y solo se mostraban a los clientes ricos.
A los hijos de padres esclavos se les daba el nombre de vernae, para distinguirlos de los nacidos libres. Todos los que pertenecían a un dueño se denominaban, en su conjunto, familia. Los empleados en residencias de la ciudad eran familia urbana, mientras que los ligados a la villa se llamaban familia rustica. Sin embargo, era frecuente que un mismo esclavo sirviera en ambas.
En tiempos remotos su número era pequeño, porque las casas eran sumamente sencillas, a menudo hechas por el propietario. Pero a medida que se fueron haciendo más grandes y espléndidas, el número de esclavos hubo de incrementarse. Había uno casi para cada labor, lo cual era característica de una casa grande. Cuando la población de Italia se estimaba en unos seis millones de personas, había un esclavo por cada tres habitantes, y la proporción en la ciudad de Roma era mucho mayor.
La lista de esclavos ligados a algunas casas romanas es amplia: sastres, peluqueros, cocineros, pasteleros, junto con esclavos empleados en el triclinio; también músicos, bailarines de ambos sexos y grupos de mimos y malabaristas para divertir al anfitrión y a sus invitados, especialmente a la mesa. Había bufones que por sus defectos, fragilidades u ocurrencias hacían reír (moriones, fatui, fatuoe). Los favoritos de las damas eran los enanos adiestrados para luchar y bailar.
Los médicos y cirujanos también eran en su mayoría esclavos o libertos, al menos en tiempos de la República, e igual ocurría con el puesto de secretario privado del señor de la casa.
Entre los esclavos domésticos más bajos (vulgares) se encontraba el ostiarius o janitor, que desde su caseta (ostiaria) vigilaba la entrada a la casa; y los cubicularii, encargados de mantener el orden en dormitorios y salas de estar, así como de anunciar a los visitantes. En las casas de la gente más acomodada, de esta última función se ocupaba el nomenclator. Este pronunciaba en voz alta los nombres de los que venían a decir su Ave matutino, y el de otras numerosas visitas que llenaban el vestíbulo. El nomenclator también acompañaba al señor durante sus paseos para que le recordara los nombres y detalles de las personas que se encontraban por la calle y cuyo voto o ayuda precisaba para algún asunto.
El romano rico siempre iba acompañado de uno o más esclavos (pedisequus) cuya misión era transportar cualquier objeto que se pudiera necesitar en el baño o en una fiesta, además de llevar la antorcha por la noche. Otra clase de esclavos eran los lectiarii o portadores de sillas de manos. En la ciudad solo estaba permitido llevarlos a los senadores y a las damas.
Una posición importante la ocupaban los lectores, cuya tarea era leer para su señor mientras se encontraba a la mesa o en el baño. También escribían al dictado, copiaban documentos o cuidaban la biblioteca. Los oficiales más altos debían supervisar la administración de la casa, los almacenes, etc. El cellarius tenía las llaves del almacén y la bodega. El procurator, el principal entre la familia de esclavos, administraba los ingresos y los gastos domésticos.
Esclavos y libertos eran en Roma los principales comerciantes. Eran ellos quienes trabajaban en las tiendas, porque, según la mentalidad romana, el comercio era una actividad por debajo de la dignidad de un ciudadano. Si se llevaba honradamente y a gran escala, se aprobaba hasta cierto punto, pero nada más.
Los latifundia necesitaban una gran plantilla de trabajadores. Además de los esclavos agrícolas, encargados de arar, sembrar, segar o cuidar olivos y viñas, se necesitaban jardineros para el huerto y la cocina, y personal para atender a las aves de corral, el estanque de peces, la colmena y la caza. A veces se requerían miles de esclavos. Solían estar divididos en cuadrillas (colegia), a menudo integradas por diez individuos (decuriae) a las órdenes de un capataz (praepositus) también esclavo.
El esclavo era propiedad absoluta de su señor y no gozaba de ninguna protección legal frente a él. No eran considerados personas, sino cosas. Por ejemplo, Horacio menciona en una carta que tiene la costumbre de pasear solo, a pesar de que en realidad lo acompañaba un esclavo; pero como éste no alcanzaba la categoría de persona, podía expresarse en esos términos. No poseían mayor status que un animal doméstico.
Al principio se sentaban a comer en unos bancos bajos (subsellia) a los pies del lecho de su señor, pero el refinamiento e incremento del lujo propio de épocas posteriores desterró esta práctica y privó a los esclavos de cualquier clase de relación familiar con sus dueños. Dormían en cualquier parte de la casa, a veces sobre un camastro a la puerta de la alcoba del amo, en una especie de vestíbulo. Pasaron a tener pactadas sus raciones (demensum) para el día o mes, y con los ahorros en las mismas (peculium) compraban su libertad.
Cuando un esclavo se fugaba, se le ponía un precio y se pregonaban los datos que pudieran conducir a su captura. A veces, si se sospechaba que alguno tramaba su fuga, se les encadenaban las piernas, o bien se los llevaba al herrero para que les pusiera un aro de hierro en torno al cuello, con una placa identificativa que explicaba a quién debía ser devuelto si se escapaba. Así cargados con collares de hierro y grilletes, se los encerraba en calabozos construidos a tal fin en la mayoría de las granjas. También podían ser condenados a trabajos forzados en las canteras.
La flagelación era un castigo común. Además los esclavos podían ser puestos en el potro (eculeus) y sometidos a tortura para que confesaran los delitos que se imputan al amo, y a los fugitivos o a los que eran hallados culpables de robo, se les marcaba en la frente con hierro candente las letras iniciales del crimen. La pena capital era la crucifixión, o bien enfrentarse en el anfiteatro a animales salvajes. Otra forma de ejecución se llevaba a cabo empapando las ropas de la víctima con algún material inflamable (tunica molesta) para prenderles fuego a continuación. Vedio Podión, un hombre que había sido esclavo en su juventud pero que después había logrado amasar una fortuna, mataba a sus servidores arrojándoles a las voraces murenas que criaba en un estanque.
Les estaba prohibido llevar la toga. Su vestimenta era una túnica, generalmente de tejidos oscuros y bastos, a la que podían añadir una capa cuando hacía mal tiempo.
Tras recibir su manumissio o liberación, permanecían con su patrón como libertus. Esta manumissio se efectuaba presentándose ambos ante el magistrado más alto de la ciudad. Después de haber probado su título de propiedad (iusta servitus), el amo pronunciaba las palabras “Hunc hominem ego volo liberum esse”. El assertor tocaba entonces al esclavo con una vara sobre la cabeza, o, según una costumbre posterior, le daba una bofetada. Después el patrón tomaba de la mano al que había sido su esclavo, se volvía hacia él y terminaba la ceremonia repitiendo una vez más las palabras de rigor.
Además de la manumissio vindicta existía la manumissio censu, consistente en introducir el nombre del liberto en las listas del censo, la manumissio testamento, es decir, la libertad del esclavo como última voluntad del dueño, o la inter amicos, en la que se declaraba ante testigos. En la manumissio per mensam se organizaba un banquete y se le invitaba a sentarse a la mesa junto a los demás hombres libres.
Después de su liberación, el antiguo esclavo se ponía el gorro frigio llamado píleo, que se convirtió así en símbolo de libertad; vestía la toga, llevaba un anillo y se afeitaba la barba, todo lo cual constituían los signos que distinguían a un hombre libre.
Bibliografía
Juan Eslava Galán – Roma de los Césares
Los romanos, su vida y costumbres – E. Guhl y W. Koner